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25 de marzo de 2010

El cielo no debe esperar

Cuando la vió sintió el calor subir por la nuca.El aire en sus pulmones había desaparecido como todo lo demás.
Su perfume penetró en su cerebro tintineando en su corazón hasta transformarse en un galope infrenable. La urgencia le cosquilleaba en las manos, y solo tocarla, solo rodearle la cintura hicieron que se durmieran la punta de los dedos.
Recorriò su boca con la sed del deseo y sintió el movimiento de su garganta bajo su palma. Pudo sentir su respiración agitada colmando sus oídos y sintió como un presagio la cálida humedad de la lengua en el lóbulo derecho. Su memoria borrò todo rastro y solo pudo reconocer la realidad en la redondés de sus pechos contra su torso. El pelo caía por entre sus dedos como arena de seda. Su boca recorrió la tercedad del cuello que se abría como una ofrenda. La abrazó mientras apretaba sus labios a la carnocidad de fresa de los de ella. Quería arrancarle la ropa, hacer girones la tela que separaba sus pieles, la quería ver desnuda como una Venus, quería ser su Adonis, su carne, su bebida. Quería meterse dentro de ella, meterla a ella en el hueco que dejaba en su cuerpo la falta de aire. La ropa le pesaba, le pesaba cada vez que dejaba de tocarla hasta que sintió que eran todo. Respiró apenas lejos de su boca, separó un poco su rostro para mirarla. Estaba sonriendo como quien se acuerda de alguna travesura. Acercó su boca hasta rozar sus labios y susurró: Acá estabas. Y la volvió a besar con desesperación.

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