No recuerdo la voz de mi abuela Rosita, de hecho, no la recuerdo hablando. Sí recuerdo el loro en el patio que cantaba "La cucaracha". Coco se llamaba, si es posible que todos los loros se llamen Coco. Recuerdo la enredadera cubriendo las paredes de la casa. El fresquito de la sombra en verano. El olor a naftalina en los muebles, el cubrecama extrajero en azul y dorado. La porcelana pintada a mano en los muebles tallados. Su piel arrugada, sus anteojos grandes. El pequinés malhumorado que sobrevivió a un atropello y murió de viejo. El dulce de leche La Serenísma, marrón y azucarado esperando mi llegada. Los alfajores Jorgito en la vieja lata cuadrada de almacén. Los compra para vos, decía mi papá, igual que el dulce de leche. Si supiera que todavía me gustan tanto como cuando era chica.
Mi abuela hacía cosas por mí, me quería sin que yo me diera cuenta. No recuerdo su voz, ni su abrazo, ni que me contara historias ni me llevara a pasear, pero cuando mi mamá cortó el teléfono y me dijo a los ocho años de edad que se había muerto, lloré realmente por su pérdida. La ida de mi abuela Rosita fue el primer dolor de mi vida.
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