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18 de junio de 2011

Sanguíneo

Se volvió despacio entre las sabanas y quedó justo enfrente de su boca. Observaba  su rostro apaciguado, totalmente relajado. Acarició el espacio del hombro descubierto, justo a la merced de sus dientes, de  su lengua sedienta por el sabor y el perfume. Ah, si pudiera solo hundirse en ese aroma sin que la empecinada realidad lo arrastrara otra vez a la inevitable ausencia. Cómo dejaría que se fuera, cómo abriría la puerta sin el terror de no volver a verla? Se acercó sigiloso, centímetro a centímetro, hasta que sintió su respiración calarle los huesos. Quería devorarla, someterla a su deseo alimentado cientos de días; pero ella dormía ausente de los pensamientos que la acechaban. Dormía con la inocencia de quien no conoce los males, ni   las penas, ni el peso que cargaba desde el instante en que le sonrió. Un movimiento inconsciente de su mano lo puso en alerta. Un gemido entre sueños se desprendió de la comisura de sus labios y el creyó que no podría resistir un momento más sin tenerla entre sus brazos. Apretó delicadamente sus labios a los de ella y algo latió en  un lugar de su pecho, en el centro mismo de su ser. Tan minúsculo y delicado fue el roce, tal la profundidad de sus sueños. Nada cambió en las horas que pasaron. Su cuerpo quedó suspendido en el calor de sus pequeños pies rozándole las piernas. Cuando el sol se desprendió de la total inmensidad de la noche, el ya se había marchado. Al despertar no recordaría nada. No recordaría como había respondido a sus besos ni a sus caricias, ni sus manos entrelazadas llenas de suspiros. No recordaría nada. Era la única forma en que le pertenecía, en que negaba su realidad y la de él. La única forma en que le permitía amarla.