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3 de septiembre de 2015

La despedida

Después de que su abuela murió Mauro sintió que se encontraba en un páramo alejado de toda sensación de bienestar.  Un lugar frío y oscuro donde las únicas voces que llegaban eran tías desconocidas, hermanos molestos, maestros sin vinculación afectiva. No era que no adorara a sus padres o fuera un niño abandonado a su suerte, simplemente su abuela materna había sido el cofre donde el guardara sus secretos y miedos más íntimos, donde no había lugar para prejuicios ni retos, solo una palabra aliviadora, un consejo sin dudas de seguir, y el olor de ese eterno delantal atado a su cintura. Rosa falleció en su cama a los 85 años, madre de tres hijos, abuela de nueve nietos, pero Mauro nunca sintió que tuviera que competir por su amor o su atención,  porque vivía con ellos y porque sus dos hermanos eran más grandes y dedicaban su tiempo a amigos y rebeldías adolescentes. Sus primos pocas veces la visitaban, que no fuera en reuniones o eventos familiares, y por tanto el disfrutaba de su total exclusividad de complicidad y cariño. A su abuela le contó la primera vez que dijo una mentira a sus padres, le susurró su corazón roto cuando Lucía de 6° grado lo rechazó delante de sus amigas, le comentó  indignado que su mejor amigo lo dejó a un lado por otros amigos con “más onda”, y brindaron con jugo cuando volvió una tarde a jugar a la pelota y haber metido dos goles, y la lista era interminable. La abuela Rosa era el descanso que su alma de niño buscaba y necesitaba para reposar sus lágrimas ocultas, para compartir confidencias graciosas, para crecer con su palabra y abrigo, por eso cuando por la mañana del jueves se levantó y encontró a su madre llorando, supo lo que las palabras no le dijeron, y sintió rajarse su joven corazón por primera vez. Nada en su corta vida le había dolido tanto. Corrió a su cuarto en el que dormía solo, y comenzó sistemáticamente a romper todos los libros e historietas que leían juntos, a descocer los remiendos de sus pantalones gastados, a romper las fotos sonrientes de los porta retratos, mientras gritaba enojado su abandono y su traición. Nadie le dijo que iba a morirse, él lo sabía es cierto, pero no que iba a morirse sin decirle que la amaba, que le agradecía cada chocolatada, cada milanesa, cada gesto con que llenaba de amor sus días. Y cuando su madre lo detuvo en un abrazo pasándole la mano por la espalda y el pelo, Mauro lloró arrepentido por  todo lo que había roto. Se sumió en un silencio tan penoso y hondo, que ninguno en la familia quiso interrumpir su duelo, ni siquiera su madre sentía el dolor que el albergaba en su pecho.  Así pasaron algunos meses en que poco a poco fue hablando de nuevo, pasó de monosílabos a frases cortas, pero la sonrisa fue un gesto que no asomó hasta una noche, una noche helada en que al parecer un fenómeno meteorológico iba a hacer nevar, había escuchado en el noticiero, pero no nevaba, y esperando el milagro climático en pleno Julio, se durmió agarrado al delantal que lo acompañaba desde que Rosa había muerto. Sintió que lo despertaba el sonido familiar de unas pantuflas arrastradas, somnoliento sin aún entender que sucedía, preguntó en voz alta  – ¿Abuela?- no fue una pregunta con miedo, fue la cotidianeidad atrapada entre la realidad y el sueño.  Sus ojos vieron una luna enorme y amarilla entrar por la ventana que iluminaba a su abuela mirándolo desde la puerta. No dudó. Sacó sus piernas de debajo de las sabanas y corrió hacia los brazos extendidos que lo esperaban. – Abuela- susurró, mientras aspiraba el aroma de su ropa y sentía sus débiles manos cubrirle la espalda, el beso familiar en la coronilla lo hizo sentirse aliviado. Abrió los ojos con lentitud acostado en la cama. Todavía sostenía el delantal en sus manos, pero la sensación era otra, era una sensación de compañía, de haber disfrutado lo que pudo de esa maravillosa mujer que tantas cosas le había enseñado. Se sintió más grande, quizás un poco más sabio. Se acercó a la venta y sonrió. Había ocurrido, la nieve lo había cubierto todo de un inesperado milagro blanco.

9 de marzo de 2015

ClarOscuro

Había solo que ponerle chocolate y chuparse los dedos. A Delfina la vída le parecía así de simple y necesaria. Vivir por gusto, porque para morirse no hace falta más que ganas, pregonaba en cualquier oportunidad y es que de eso, de las ganas, Delfina sabía muy bien. Siempre había sido muy criteriosa para afrontar la felicidad y desmenuzarla, tanto que a veces no la podía encontrar. Pero cuando a las cinco de la tarde le daba el sol en la frente, Delfina sonreía y se veía así misma girando en un prado en clásica escena de amor y libertad. Se le antojaba que si realmente estuviera ahí, olería a jazmines y verde, a pasto, a lluvia. Algunas veces Delfina volvía a su casa desquebrajada un poco de vivir su vida y el amor le parecía una hoja en blanco sin inspiración para llenar, y la luna solo el satélite natural de la Tierra. No había magia en esos momentos, al menos hasta que dejaba los zapatos debajo de la mesa y descalza mordisqueaba sanguchitos de pan con queso que consideraba un manjar. Placeres pequeños, pero precisos, adornaban la vida de Delfina, y la felicidad era una actitud y no un deseo, y el sol era el Astro Rey de todas sus pasiones. Y cuando a veces le agarraban esas tremendas ganas de morirse, donde la realidad lo asimilaba y transformaba todo, agarraba su tristeza, le ponía chocolate y se chupaba los dedos.

25 de febrero de 2015

Abracadabra

En medio de aquella desolación que parecía ser mi mente, con los libros atrapados entre mis brazos, con la mirada perdida en la lejanía de las posibilidades y los errores, de la boca perdida en mi propia boca, de aquellas palabras imposibles de pronunciar, tu presencia me agarró desprevenida. Igual que lo hicieron el hilo de oraciones con más sentido de lo que había podido concretar en toda la semana. Una hilación de conjeturas que asomaban por tus ojos como magníficas verdades, como si estuvieras leyendo la palma de mis manos, espíando mis días y mi vida sin que me percatara. Asentía despacio con la cabeza todo lo que tu mente verbalmente me manifestaba, porque eran tus decisiones las que comentabas, y eran mis desiciones las que había tomado. Te alojaste como un signo de admiración en mi sorpresa, en esa posibilidad casi imposible, de encontrar en las manos de otro mis esperanzas, no de amor, no de compañía, sino albergar la esperanza de sentirme entendida, avistada, ideada en mis propias maravillas como puedo hacerlo yo misma, a sabiendas del puro conocimiento que todo mi ser tiene de sí mismo, pero encontrar otro ser similar, otro estallido caminando por Buenos Aires con inquietudes cosquilléandole en los dedos, un viernes tan distinto e igual a mil otros, una noche con la mitad de la estrellas, en un lugar que solo la voluntad y el destino me habían colocado, y ahí estabas, y no hiciste más que encontrarme, y no hice más que mirarte, y después, todo fue magia.

20 de febrero de 2015

Viento Norte

El viento me daba en la cara, igual que el sol que más que implacable como me habían dicho, me hacía sentir más cerca del Universo que cualquier aire acondicionado. Las piernas se cansan pero no es momento de parar, el paisaje pasando como un  deseo se va rearmando con cada pedaleada. Río como una niña. No ví nada tan bello. Estamos caminando por un viñedo y casi puedo distinguir la primera estrella. Adelante la inmensidad se va asomando de a poco hasta que ya no puedo dejar de verla. Las montañas y los cerros me pintan en la cara una sonrisa plena y recuerdo que alguna vez aprendí a bailar Chacarera. Subimos entre las nubes y la tierra parece desaparecer ante mi vista, vamos flotando en ruedas subiendo al infinito. Al rededor la gigantesca naturaleza se ríe de mi pequeñez, y siento que la vida aún es más grande y mía. Tomo mate bajo una vid que se ha secado entera al sol, respiro la tierra húmeda bajo mi pies. Quisiera guardar con todo detalle lo que veo, cierro los ojos y memorizo como se siente ver toda esa maravilla. La tierra se viste de colores.
Todos los colores se crean como líneas gruesas y finas, la envidia de cualquier artista. No ví nada tan mágnifico, pienso y me sacuden la vista danzando al compás de la música, ha llegado el Carnaval y la comparsa baila. Sonríen los bailarines como pequeños magos y siento el cosquilleo de la felicidad como magia ocuparme todo el cuerpo. Soy felíz y río a carcajadas. Subimos solo tres como en una expedición y el paso del otro es el empuje de uno, llegamos con nada de aire, pero abajo todo se despierta y por un escaso silencio, estamos en la cima del mundo. El agua fría me sorprende en la piel y siento la energía de la cascada mecerse en mi cuerpo, siento su sabor en la boca cayéndome desde el pelo. Nunca se sintió mejor. La música me llega de todos lados. Hay gente tocando música que le sale desde adentro, la velocidad de los rasguidos, las voces finas de las "cholas", los carraspeos desgarradores de los "chinos". El Diablo se desentierra cuando baja el sol. Tomé vino y comí cabrito, el Diablo lo tengo casi de amigo, bromeo. Con el último rayo del astro, cien personas hacen silencio y del pozo donde descansan los bichos de este año, se queman hojas aromáticas y se le da a la Pachamama frutas y alcohol. Fue un increíble año, sin nada que pedir por mí, pienso en mis compañeros de ruta, todos los que me siguen, que se intercambian conmigo cuando los necesito seguir. Pienso en las personas que conocí, en las que me acompañaban en la aventura, en los que andaban en sus propias aventuras. Llené mi corazón completo de coplas y bailes, de risas a carcajadas, de aquello que necesitaba para dejar lo que ya no. Puse mis males debajo de una piedra en un inmenso salar que refleja el cielo. Llego a mi casa y todo lo que veo me hace feliz.