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2 de agosto de 2014

Mi jardín

Corté todas las flores para que nada más creciera. Quemé el pasto y planté malezas, pero la semilla persistía, raíces arraigadas en la tierra refulgían cuando menos lo esperaba. Sin embargo, insistía yo en mi arduo labor de eliminar el color y el perfume para poder, según decían, plantar mis propias flores. Más cortaba los tallos, más fuertes se volvían sus hojas, más intenso el perfume, más amargas mis malezas. Así estuve durante largos días con sus inacabables noches, hoz y pala destruyendo la creación espontánea que ami paso se sucedía. Hasta que una mañana, llenas de callos mis manos, llena de pena mi alma, amanecí deseando oler las flores plantadas en mi jardín, aunque no fueran mías, deseé su colorido resplandor, su verde intenso, sus maravillosos colores, la sensación aliviadora del pasto esponjoso sosteniendo mi cuerpo. Y en ese momento todo aquello me pareció ridículo y sin sentido: ofrecer mi felicidad al seco yuyo en vez de hacer mías las flores, en vez de regar el verde pasto y sentir el perfume acariciando mi nariz y mis dedos. Por cada maleza que arranqué, una semilla coloqué en su lugar, y espero el brote crecer, y lleno de deseo el agua con que riego las flores, que aunque no son todas mías, crecen en mi jardín.

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