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15 de octubre de 2012

El amor después del amor

No estaba mirando el mundo, solo había un punto rojo que apenas le dejaba mirar a su interlocutor. Podría haber sido cualquiera, no importaba mucho lo que estaba diciendo, porque no estaba bien decodificado, solo crecía en su interior la necesidad de rugir, de sacarse de adentro el zumbido constante de insectos comiendose su risa. Sentía la furia desparramada por las venas, por el torrente sanguíneo hasta nublarle la razón. Quería incendiarlo todo, destruírlo como una situación inevitable. Su propia voz le parecía demasiado tenue para la voracidad de su ira. El alarido se quedó atascado en la garganta y la fuerza de sus puños blanqueba los nudillos. Enfurecida. Odiosa. Irradiante de una ferocidad casi salvaje. Quería ser una tormenta que desvastara la propia creación de su persona, sin calma, sin tiempos, hasta que no quedara nada. El ceño fruncido, la mueca de fastidio zurcando la cara descompuesta en esa sensación incómoda y desconocida de desamor. Desde algún lado, tan lejano como había quedado su pasado, un pensamiento, alguien diciendo su nombre, un susurro de una voz que anhelaba, una mano tibia tomando su mano, un beso apretado cubriendo su boca, una risa, un abrazo, un recuerdo hermoso. Todo cayendo en un silencio sepulcral. De rodillas, lamió las últimas lágrimas que aún le cubrían el rostro. Suspiró estrepitosamente y se levantó de la sombra para sentír el sol entibiarle la piel y el alma. Ahora lo entendía, había que recrear lo que se había destruído.

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