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26 de diciembre de 2012

Herencia de familia

Tenía su mano agarrada. Fue justo cuando le dijeron que ya no habría remedio. Francisco sintió la mano sudorosa de Laura apretar la suya, y ante su sorpresa, no pudo más que mirarla de reojo y sentír un escalofrío subirle por la espalda. La calidez de aquella pequeña mano, la espontainedad de tomar la suya, lo hermosa, que pese a la tristeza, la hacía verse la luz blanca de la sala de espera, el pelo color trigo trenzado desprolijamente, los mechones finos que le caían sobre la frente, todo ella vibraba en aquel contacto, le vibraba en la piel desesperada por abrazarla, más solo podía apretar fuerte la mandíbula para no llorar y correr con la verguenza de que lo viera. Aturdido en el remolino de sus pensamientos, desprendió su mano de aquellos finos dedos que lo sujetaban. Ella lo miró con la boca entreabierta para decir algo que nunca se convirtió en sonido. Francisco la observó un momento, y también quiso decirle algo pero en cambio, salió corriendo hacia la puerta de salida mientras escuchaba a su espalda su nombre brotando de los labios de Laura. Corrió hasta la parte trasera de la clínica, un edificio que ocupaba una manzana y media y por tanto, llegó tropezando y agitado. Limpió la transpiración de su frente con la manga del antebrazo. El viento soplaba helado en aquel domingo de otoño. "Ningún paisaje más propicio para la muerte que éste" pensó, y se desataron los hilos de una vida de tormentos que lo hizo arrodillarse, porque la fuerza ya no lo sostenía, y llorar como un niño la mala suerte con que lo había condenado el destino desde su nacimiento. Cuando al fin pararon los espasmos del llanto, tenía los huesos de los tobillos entumecidos de la posición y sintió como agujas en los músculos al pararse. Las mangas del sweter estaban humedas y tenía las mejillas coloradas de llorar y secarse con la dura lana. Respiró profundo y se acomodó en un ademán inconciente, el mechón de pelo castaño oscuro que siempre caía sobre su frente. Tenía que volver. No sabía por dónde ni cómo enfrentar la situación descolocada en que había abandonado a Laura. Al volverse para emprender el camino, ella lo esperaba a unos cinco metros, lo miraba desde hacía un rato, casi había llegado al mismo tiempo pisandole los talones, más compuesta que Francisco porque hacía atletismo, pero con el corazón desbocado de los nervios y el remordimiento. Cuando lo escuchó llorar, con ese llanto tan hondo y desgarrador, no supo como acercarse, ni qué decirle, ni cómo consolarlo. Los dos se miraron un instante sin decirse nada. Ambos tenían los ojos rojos he hinchados. Francisco comenzó a caminar hacia ella, Laura no sabía que iba a hacer, seguramente la ignoraría como había hecho el último tiempo, y rememoró fugazmente esos días en que hablaban hasta la madrugada de todos sus sueños, cuando compartían secretos infantiles de pequeños tesoros, cuando sus padres estaban vivos y no tenían casi contacto. Luego su padre encontró en la madre de Francisco la salvación, según le dijo a su madre, quien los abandonó una tarde como ésa y probocó una penosa enfermedad en el padre de Francisco, el que ahora agonizaba en un habitación autera del 5° piso. Nadie tenía la culpa de aquel hecho, más que los propios protagonistas, pero Laura y Francisco se sentían responsables de las desventuras de sus padres, y no habían vuelto a hablarse hasta que el padre de él cayó internado. Laura sintió el rubor subir por su rostro a medida que él acortaba la distancia, y supo lo que tantas veces había negado, lo que tantas veces había escondido como un pecado, lo amaba. Lo amaba desde aquella felicidad ahora tan lejana, lo amaba en sus mañas y en sus chistes, en las veces que la había cuidado, hasta de sí mismo, como quiso explicar cuando dejó de hablarle. Las lágrimas brotaron en silencio bañando sus mejillas. La respiración tibia de Francisco le llegaba justo a la frente y era en las sienes y en la boca del estómago donde sentía latir su corazón apresurado. El levantó con su mano el rostro de Laura para que lo mirara, pero estaba avergonzada y no pudo corresponder a la quietud de los ojos de Francisco. "Mirame", le exigió en un tono más duro del que hubiese querido expresar. Cuando sus ojos se encontraron, vió en la inmensidad de sus negras pupilas todo el dolor, el mismo dolor que sentía en su pecho y en su cuerpo cansado de luchar contra lo mismo que Laura se negaba. Bajó su boca en busca de los labios entreabiertos de ella y la sintió temblar frente al contacto. Rodeándola con sus brazos la besó profundamente y la contuvo en un abrazo mientras le susurraba en la coronilla que lo perdonara y repetía una y otra vez su nombre. Laura liberó sus brazos atrapados entre los dos cuerpos, y lo estrujó contra el suyo. Era un alivio tan grande el que ambos compartían, una tristeza tan honda la que los había invadido hasta ese momento, que se quedaron abrazados hasta que el agua nieve les entumeció las orejas. A la mañana siguiente el padre de Francisco falleció agarrando la mano de su hijo. No volvió a saber nada de su madre, y en ese entonces tampoco quería hacerlo. Un mes después emprendió con Laura un viaje a lugares habitados de calidez y paisajes hermosos, desde donde rememoraron y rearmaron, la felicidad perdida.

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