Después de
que su abuela murió Mauro sintió que se encontraba en un páramo alejado de toda
sensación de bienestar. Un lugar frío y
oscuro donde las únicas voces que llegaban eran tías desconocidas, hermanos
molestos, maestros sin vinculación afectiva. No era que no adorara a sus padres
o fuera un niño abandonado a su suerte, simplemente su abuela materna había
sido el cofre donde el guardara sus secretos y miedos más íntimos, donde no
había lugar para prejuicios ni retos, solo una palabra aliviadora, un consejo
sin dudas de seguir, y el olor de ese eterno delantal atado a su cintura. Rosa
falleció en su cama a los 85 años, madre de tres hijos, abuela de nueve nietos,
pero Mauro nunca sintió que tuviera que competir por su amor o su
atención, porque vivía con ellos y
porque sus dos hermanos eran más grandes y dedicaban su tiempo a amigos y
rebeldías adolescentes. Sus primos pocas veces la visitaban, que no fuera en
reuniones o eventos familiares, y por tanto el disfrutaba de su total
exclusividad de complicidad y cariño. A su abuela le contó la primera vez que
dijo una mentira a sus padres, le susurró su corazón roto cuando Lucía de 6°
grado lo rechazó delante de sus amigas, le comentó indignado que su mejor amigo lo dejó a un lado
por otros amigos con “más onda”, y brindaron con jugo cuando volvió una tarde a
jugar a la pelota y haber metido dos goles, y la lista era interminable. La abuela Rosa era el descanso que su alma
de niño buscaba y necesitaba para reposar sus lágrimas ocultas, para compartir
confidencias graciosas, para crecer con su palabra y abrigo, por eso cuando por
la mañana del jueves se levantó y encontró a su madre llorando, supo lo que las
palabras no le dijeron, y sintió rajarse su joven corazón por primera vez. Nada
en su corta vida le había dolido tanto. Corrió a su cuarto en el que dormía
solo, y comenzó sistemáticamente a romper todos los libros e historietas que
leían juntos, a descocer los remiendos de sus pantalones gastados, a romper las
fotos sonrientes de los porta retratos, mientras gritaba enojado su abandono y
su traición. Nadie le dijo que iba a morirse, él lo sabía es cierto, pero no que
iba a morirse sin decirle que la amaba, que le agradecía cada chocolatada, cada
milanesa, cada gesto con que llenaba de amor sus días. Y cuando su madre lo
detuvo en un abrazo pasándole la mano por la espalda y el pelo, Mauro lloró
arrepentido por todo lo que había roto.
Se sumió en un silencio tan penoso y hondo, que ninguno en la familia quiso
interrumpir su duelo, ni siquiera su madre sentía el dolor que el albergaba en
su pecho. Así pasaron algunos meses en
que poco a poco fue hablando de nuevo, pasó de monosílabos a frases cortas, pero
la sonrisa fue un gesto que no asomó hasta una noche, una noche helada en que al
parecer un fenómeno meteorológico iba a hacer nevar, había escuchado en el
noticiero, pero no nevaba, y esperando el milagro climático en pleno Julio, se
durmió agarrado al delantal que lo acompañaba desde que Rosa había muerto.
Sintió que lo despertaba el sonido familiar de unas pantuflas arrastradas,
somnoliento sin aún entender que sucedía, preguntó en voz alta – ¿Abuela?- no fue una pregunta con
miedo, fue la cotidianeidad atrapada entre la realidad y el sueño. Sus ojos vieron una luna enorme y amarilla
entrar por la ventana que iluminaba a su abuela mirándolo desde la puerta. No
dudó. Sacó sus piernas de debajo de las sabanas y corrió hacia los brazos
extendidos que lo esperaban. – Abuela- susurró, mientras aspiraba el aroma de
su ropa y sentía sus débiles manos cubrirle la espalda, el beso familiar en la
coronilla lo hizo sentirse aliviado. Abrió los ojos con lentitud acostado en la cama. Todavía
sostenía el delantal en sus manos, pero la sensación era otra, era una
sensación de compañía, de haber disfrutado lo que pudo de esa maravillosa mujer
que tantas cosas le había enseñado. Se sintió más grande, quizás un poco más
sabio. Se acercó a la venta y sonrió. Había ocurrido, la nieve lo había cubierto
todo de un inesperado milagro blanco.
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